El tiempo de siega
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El tiempo de siega

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El aguacil del pueblo recorría las calles con un toque corneta dando a conocer un bando municipal con una serie de ordenanzas que se leían todos los años. Era el toque de salida para la siega.

Las normativas prohibían a los agricultores rondar por las tierras o entrar en ellas antes de la salida de sol y debieran retirarse a la caída, cuando la luz del día ya no permitiera conocer los colores de los hilos. Se evitaban así malos entendidos sobre si los haces se encontraban a una u otra parte de las lindes o sospechas mal fundadas. Pero a su vez, se daba una serie de normas que los segadores debieran seguir: deberían mirar siempre adelante, dejando el manojo cortado en el caballón contiguo, pero sin recoger las espigas que se le pudieran caer de su gavilla para permitir que otras personas necesitadas pudiesen y beneficiarse de ellas.

Solían ser mujeres, las espigadoras, que también tendrían que seguir el mismo comportamiento, mirar siempre adelante para que las espigas abandonadas pudieran servir de alimento para los hatos de ovejas. Predominaba el criterio de que la naturaleza alimentaba a todos más allá de los límites impuestos por el derecho de propiedad.

Todos los agricultores ajustaban las contratas con los segadores, llegados de todos los rincones peninsulares. Venían acompañados de zagales, eran los propios hijos para acrecentar la economía familiar. Trabajaban de sol a sol y queriendo acortar la duración de la tarea para adquirir otras contratas posteriores. Previstos tan solo de sobreros de paja de anchas alas para protegerse de un sol abrasador, de albarcas en los pies, de una hoz en una mano, la otra escudada con dediles o zoquetas para evitar posibles cortes. Pero unas manos encalladas, duras, hechas a asir los tallos de las plantas sin ningún resentimiento. Cuerpos de acero para andar, pero flexibles para encorvar.

La entrada de cosechadoras terminó con aquellas escenas de siegas y de trabajo duro, acortó los tiempos de la recolección, del trabajo en las eras, del almacenamiento en las paneras. Junto con el tractor, supuso el fin de un modelo tradicional en la agricultura. Pero el agricultor perdió el control de sus propias cosechas y se tuvo que someter a unos imperativos exógenos, que denominan mercados.

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